Experiencias sororas: Plumyta
La primera vez que nos cruzamos teníamos 4 años y era en el pasillo de mi edificio. La recuerdo con un triciclo, rubia, gruñona y muuuy consentida.
Seguía abriendo regalos de Navidad en marzo, porque había tanta gente que le hacía obsequios que nunca terminaba de abrirlos a tiempo.
Era mi vecina pero la casa era la de su abuela (o mamá como la llamaba ella). Era muy caprichosa, y a ojos de mi madre era una “mentirosa compulsiva”.
Un día abrió un clip rosa y se lo puso en los dientes y dijo que eran sus brackets y que no dijera nada porque era verdad.
Su padre, que era casi ausente, tenía otras relaciones y un par de veces me tocó estar en esa casa. Tenía un perro rottweiler que me daba miedo y ella se reía. En la casa el padre tenía varios VHS de “vídeos de culos” de chicas. Un día tuvimos un accidente de coche con el padre y ella se comió el limpiaparabrisas. Dijo que le hizo “un sol” y sonreía. Suerte que el otro conductor era médico y nos revisó.
Otro día fuimos a patinar y se fascinó con las zonas de monopatines, las “U”. Como era temeraria y algo manipuladora, nos convenció para lanzarnos por una gran cuesta. Dos amigas caímos, y yo, desde el suelo, la vi volar. Fue la primera vez en mi vida que vi a alguien elevarse tan alto. Recuerdo esos segundos grabados en mis retinas… hasta que de repente cayó, golpeándose la entrepierna contra una piedra.
No dijo nada en ese momento. Pero al llegar a su casa confesó que le dolía. Se quitó las bragas, manchadas de sangre, y me preguntó si aquello era la regla o la virginidad. Como no sangraba más, pensamos que había sido el himen. Luego las tiró por el patio de luces, para que nadie las viera.
Ella era temeraria manipuladora, arriesgada y de acción. Mi madre si cogía el teléfono y era ella le colgaba, no le gustaba. Decía que se parecía a la rubia de Mars Attacks. Qué flaco favor hizo mi madre con ese comentario juicioso.
Con 13 años empezamos a ir al baño juntas para coger las cosas de su abuela y maquillarnos. Me depilé por primera vez en su casa con una crema depilatoria de su abuela después de ducharnos juntas. Yo creo que no sabíamos lo que hacíamos pero sabíamos que en algún momento “habría que hacerlo”.
Ya con esa edad su tía no sabía si era bueno regalarle un bañador, que no lo llevara fuera de la zona de baño, porque “los chicos se podían estampar contra una farola de mirarla”.
A medida que crecíamos nos veíamos de vez en cuanto, dos veces al año cuando volvía a casa de su abuela y ella crecía. Era muy normativa, rubia de ojos azules. Se hizo muchos piercings “parezco un colador” decía. Tenía en la nariz, el piercing monroe, labret, en el ombligo, en la ceja y un microdermal. A mi madre le gustaba cada vez menos. Sus padres estaban separados y tenían criaturas con otras parejas, ella estaba a veces en casa de su abuela o por ahí.
A veces se ponía a jugar con un bebé de juguete o con barbies, a mi ya eso me aburría y no lo veía acorde con mi edad. Creo que ella no quería ser mayor.
Un día llamaron a la puerta de repente (como solía hacer, sin avisar) y me encontré sus art de doble plataforma pintarrajeados, mientras ella subía las escaleras. Era su manera de decirme que me quería: me entregaba su posesión más preciada. Se las devolví, no podía aceptarlo.
Quedar con ella era ir a una aventura y en plena adolescencia implicaba tomar un bacardi de sandía e ir a casa de unos chicos y luego salir corriendo riéndonos o llorando porque nos quedábamos atrapadas en el ascensor o porque le subía a la cabeza el alcohol y se ponía a bailar con una farola diciendo que era “gogó”.
Estaba claro que le encantaba el estilo “choni”. Había tíos que nos paraban y nos decían cosas pero ella contestaba y mucho. Nunca se quedó callada con el acoso. Decíamos “Centrifúgate el cerebro” o “pedazo guarro te tenía que dar puta vergüenza”.
También nos contábamos las cosas que nos pasaban con los chicos, me contó cuando tuvo sexo por primera vez que tuvo que esperar ocho meses. Yo le pregunté “¿Por qué ocho meses?” “Pues porque sino soy una puta y ya todos me llaman puta”. ¿Cuánto tardaste tú? y le respondí que tres días. Se quedó ojiplática.
Un día la vi con otra chica. Siempre me decía que solo me tenía a mí y que las demás la trataban mal. Llegué a conocer a esa otra chica, y ella me presentó como el ejemplo que su abuela quería para ella: la que sacaba buenas notas y se portaba bien. Sufría porque siempre la comparaban conmigo.
En otra ocasión, tuvo un mal día y me confesó que estaba harta de que la llamaran “rubia de bote” o que dijeran que no tenía cerebro. Estaba cansada de que la encasillaran de esa manera.
Cuando casi nadie me apoyó en la relación que tuve, ella fue de las pocas que miró las cosas con otros ojos. Me hablaba con honestidad y siempre encontraba algo que los demás no eran capaces de ver.
La última vez que coincidí con ella ya tenía una hija. Tenía que dejarla un rato con su abuela para poder trabajar, aunque no le gustaba que pasara demasiado tiempo allí porque ella quería ser la madre presente.
Se había cortado el pelo corto. Atrás quedaron sus trenzas rosas, su melena larguísima y los treinta colores distintos con los que alguna vez se tiñó.
Ya no la volví a ver. Una vez, como si supiera que sería la última vez que nos encontraríamos, me dio una foto suya de carnet con una dedicatoria cautivadora.
Plumyta, yo también te quise.
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