Reflexiones de un practicante de karate-do
Durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia no encontré actividad deportiva que me interesase. Probé ir al gimnasio, jugar al fútbol y al basket (obligado por la altura) y nada funcionó. Solo me interesaban los videojuegos, la historia y los cuentos de terror. No encontraba interés alguno en mover el cuerpo, y desde casa tampoco me presionaban sobre eso. Hoy día pienso que tal vez si hubiera ido a handball, el único deporte que practicaba en el colegio y me gustaba, quizás hubiera funcionado… al menos por un tiempo.
Alrededor de mis 16 o 17 años, por alguna razón que desconozco, comencé a practicar karate-do en Campana. Por motivos que aún todavía ignoro logré engancharme tanto que todavía hoy, a mis 34 años, sigo practicando esta centenaria arte marcial. Con idas y vueltas, recaídas y tropiezos, tengo ya unos 17 años de práctica encima. Lo mas importante dentro de las disciplinas marciales no son los cinturones, las competencias ganadas o los trofeos adquiridos, sino más bien el tiempo de práctica. Por supuesto que siempre se debe entrenar más y más, para lograr mejorar y aproximarse a un conocimiento técnico más certero y fidedigno, teniendo en cuenta que nunca se puede alcanzar la perfección en un arte marcial. Si una técnica es perfecta, no se puede corregir. Si no necesita corrección, ya no hay aprendizaje. Si no hay aprendizaje, no hay ningún camino del conocimiento que transitar. Si no hay camino que transitar, no hay karate-do que practicar, pues karate-do significa ‘el camino de la mano vacía’. Ahí está, en cierto punto, la diferencia entre el karate-do y los deportes tradicionales.
Tokugawa Ieyasu, el fundador del shogunato
El karate-do surge en la isla de Okinawa, que pertenece al archipiélago de las Islas Ryūkyū. Estas últimas eran un reino tributario de China, hasta que el clan Satsuma, en 1609, las invadió y dominó. Pasaron a manejarlas como una más de sus posesiones feudales, escapando incluso al control del Shogunato Tokugawa. Pero pese a que el clan Satsuma las manejó con bastante independencia, no por eso dejaron de implantar el riguroso sistema social, donde cada individuo ocupaba un lugar específico dentro de la sociedad, sin posibilidad de ascenso. De hecho, […] el individuo como tal no existía bajo la ley Tokugawa. La unidad más pequeña de la sociedad Tokugawa era, más bien, la familia[…] (2010, Whitney Hall). De esta manera, durante el Shogunato Tokugawa se dividió a la sociedad en cuatro clases fundamentales: los samurai, los campesinos o agricultores, los artesanos y los comerciantes. De estas clases, los samurai fueron los únicos posibilitados para portar armas.
De este último hecho se suele hablar bastante dentro del mundo del karate-do, ya que necesariamente configuró la forma de gestarse de dicha arte marcial. En una sociedad donde el samurai legalmente podía matar a un campesino por el simple hecho de mirarlo, resultaba imperioso buscar forma de defenderse del brazo armado de la dictadura Tokugawa. Fue así que el campesinado de Okinawa comenzó a practicar , de forma clandestina, las disciplinas marciales que conocían por sus contactos con China, que luego se transformarían en el karate-do. La clandestinidad deriva del simple hecho de su distinción social: al ser campesinos, no se esperaba de ellos otra cosa más que trabajar la tierra. Seguir el camino del guerrero (el bushido) era imposible.
Pese a la presión soportada por los campesinos, hubo 1240 revueltas documentadas en todo lo que duró el shogunato
Pero este origen casi noble y heroico no es lo único que deriva de aquella opresiva sociedad nipona. Si nos detenemos a analizar el sistema social podemos entender más cuestiones relativas al mundo del karate-do. Dentro de esta práctica, lo que prima siempre es la verticalidad absoluta e indiscutible. El sensei (maestro) es quien tiene la primera palabra, pero también la última. No extraña que esto sea así, ya que el karate-do se gestó dentro de la estructura militarizada que los Tokugawa habían implantado a la sociedad. El rígido sistema verticalista y jerárquico que emanaba de las leyes del Shogunato se aplicó durante los albores del karate-do y se sigue aplicando hoy sin ningún tipo de miramientos o cuestionamientos: […] La supremacía del maestro de bujutsu en su dojo, por consiguiente, era un rasgo cultural que heredó como súbdito feudal japonés, y estaba condicionado por él con cada inspiración que tomaba. Como parte intrínseca de un sistema social que exigía que aceptase plena e incondicionalmente su papel[…](2010:211).
La figura de sensei es sumamente importante en la práctica del karate-do. Una traducción sencilla del termino sería ‘maestro’. Está compuesto por los kanjis sen (nacer) y sei (vida), por lo que se puede interpretar como aquel que viene antes, o aquel que recorrió el camino antes, para circunscribirnos en la metáfora del karate-do. Esta última definición me parece un poco problemática, porque como dije antes, nadie puede haber recorrido el camino, pues si alguien lo recorrió, ya no tiene más que recorrer y si no hay nada por recorrer, nada queda por aprender. Me quedó con la traducción de maestro, la cual me permite reflexionar aún más sobre estas cuestiones, debido a mi condición de profesor de escuela primaria.
Los samurai de Oda Nobunaga asesinando a los monjes budistas del Monte Hiei
No cualquiera puede ser maestro. En mis años de practicante de karate-do, he tenido muy pocos maestros. La mayoría han sido instructores, personas muy instruidas respecto al conocimiento técnico pero que distaban bastante de ser maestros en el sentido estricto de la palabra. Un maestro comprende que la enseñanza no es un proceso unidireccional, es decir, que el educador no deposita el conocimiento en los educandos, como si estos fueran simples receptores de información. La situación de enseñanza es multidireccional: el educador aprende junto con sus alumnos y alumnas. El maestro se muestra como figura de autoridad por lo que sabe y cómo lo transmite, y no por su mera posición dentro del aula. Es difícil pensar en maestros bajo los paradigmas actuales de la enseñanza dentro de los dojos de karate-do, ya que aun rigen los ideales del bujutsu de la era Tokugawa. De esta manera, en las clases de karate-do hay muy poco lugar para el alumno y alumna, ya que lo que prima siempre es la palabra del instructor. Esto no es una falencia netamente del karate, sino de la educación en si: todos hemos transitado por instituciones educativas y hemos tenido menos maestros de los que creemos, si lo pensamos bajo esta perspectiva.
Intentar trasplantar una cultura de un país que nada tiene que ver con nuestra idiosincrasia puede resultar problemático. Mas si a eso le sumamos los vicios intrínsecos que aquella cultura trae enquistados tras siglos de dictadura y rígido control social. Cuando la Restauración Meiji acontece, y comienza a caer el Shogunato que había regido el Japón por 2 siglos y medio, fue reemplazada por el Imperio del Japón, con un nuevo auge y resurgir del militarismo nipon. Se exaltaría el nacionalismo, el desprecio a otros pueblos de Asia y una nueva reevaloración del bushido y la cultura samurai. En este sentido, no es extraño que pese a que ya hayan pasado más de 150 años de la Restauración Meiji, los valores del verticalismo y la naturalización de jerarquías sigan presentes en ámbitos tan impensados como el karate-do, siendo que esta disciplina fue un refugio contra la violencia del control social de los Tokugawa.
Estructura de las clases de la sociedad Tokugawa, en detalle
De hecho, la idea de un solo sensei o un dojo único, donde los karatekas se dediquen exclusivamente a concurrir resulta absurda, si la pensamos en términos de la historia del karate-do. Esto queda bastante patente al leer autobiografías de maestros, como la clásica Karate-do: Mi camino, del maestro Gichin Funakoshi. Allí el sensei cuenta que, debido a la prohibición que imperaba respecto a la práctica de karate-do, se debían reunir en secretos, en casas, patios o galpones. No había un lugar ni un maestro fijo, sino que el camino se hacía, literalmente, caminando y buscando espacios donde poder entrenar.
Luego de todo esto, pareciera ser que nada bueno sale de la práctica del karate-do, tan viciada por malas costumbres heredades del más rancio feudalismo japonés. Pero nada más contrario a eso: la práctica consciente del karate-do favorece al espíritu y al crecimiento personal. El entrenamiento básico de un karateka consiste en mucha repetición de tsukis (puñetazos) y el mantenimiento de las distintas posturas, además de la práctica de los katas (formas idealizadas de combate). Este tipo de ejercicios pone al practicante en una repetición constante, en la cual se busca que el cuerpo actúe solo sin que la mente comande lo que se haga. En cierto sentido, se trata de una especie de meditación, donde se busca desarticular el binomio cuerpo/mente para separarlos, y dejar que el cuerpo responda sin necesidad de la mente, que puede volar lejos de allí. Este es un ejercicio enorme de metacognición e introspección que requiere de muchos años de práctica consciente. Lograr sentir que el cuerpo actua por cuenta propia no es sencillo y en mis años de práctica he llegado a tomar conciencia, dentro del dojo, que mi mente se hallaba por fuera de esos brazos que estaban en piloto automático: obviamente cuando hay un atisbo de conciencia sobre esa situación, la mente se vuelve a pegar al cuerpo.
Distintas clases de guerreros samurai
En el karate-do el practicante es quien se pone los limites, lo que genera una curva de aprendizaje infinita. Esto se termina transformando en una especie de filosofía de vida donde lo que prima es la voluntad personal por mejorar. Esta voluntad no nace sola, sino que se construye con la constancia, la regularidad y la responsabilidad. De esta manera, el karate-do ayuda, en cierto sentido a generar hábitos y costumbres que se trasladan a cualquiera actividad de la vida donde uno quiera crecer. Me considero una persona bastante metódica y sistemática, y no me cabe ninguna duda que se debe a los años de práctica, que me han hecho entender que cuando algo me interesa y quiero mejorar en eso, tengo que enfocarme a conciencia.
En este sentido, suele suceder que cuando uno afronta una nueva actividad, quiere atacarla por todos los flancos, como si tirando cientos de espadazos al aire pudiera cercenar completamente aquello que quiere conocer. En karate-do, el conocimiento se va construyendo de a pequeños pasos, ínfimos, minúsculos. La ansiedad se domina y con ella se logra una aproximación al conocimiento mucho más profunda. Esta metodología, pensada para aprender técnicas y katas es aplicable a todo ambiente de la vida cotidiana, donde uno tenga que lidiar con nuevas experiencias y situaciones.
Las enseñanzas que uno pueda obtener del karate-do son infinitas e imposibles de catalogar en su totalidad, porque la práctica siempre es personal y el aprendizaje sumamente subjetivo. De todas formas, para poder comprender algunos aspectos profundos del karate se requieren unos años de práctica. Esto no significa que estos conocimientos no se “muestren” a todos y todas. Asimilarlos y comprenderlos lleva tiempo. Por esta razón, el karate-do no es un arte marcial para cualquiera: hay que ser pacientes y entender que detrás de tanta y tanta repetición hay enseñanzas profundas que subyacen. Para alcanzarlas, no alcanza con ir al dojo, entrenar todos los días o ir a todos los torneos: hay que hacer un ejercicio de metacognición y reflexionar constantemente sobre la práctica cotidiana. Esta es quizás la parte más jugosa e interesante de la práctica. El karate-do tiene el potencial de hacernos crecer como personas, siempre y cuando nos prestemos a la reflexión. Sino, simplemente repetimos estructuras feudales enquistadas en el tiempo.