Un hombre lobo madrileño en Toledo

Relatos cortos improvisados

La funda rosa

La alarma del móvil suena estridente, sacándome del dulce sueño en que estoy inmerso. En él estoy nadando en Jenny Lake, el hermoso lago que se encuentra a las afueras de la ciudad. Junto a mí, con su cabellera rubia recogida en una graciosa coleta, está Susan, la chica de la que llevo enamorado desde que comencé el instituto. Me mira con sus preciosos ojos azules y sonríe. «Despierta», dice. «Es hora de ir al instituto».

Aún adormilado, busco a tientas el teléfono móvil que descansa sobre la mesilla, y que no ha dejado de sonar. Cuando consigo apagarlo abro los ojos y lo miro. Y entonces recuerdo. La tarde anterior por fin conseguí hacerme con esa funda que tanto tiempo llevaba buscando. Se trata de una edición limitada, una funda de color rosa decorada con unos dibujos de flores de cerezo. Esa funda está descatalogada, y me ha resultado imposible encontrarla, tanto en tiendas físicas como a través de internet. Hasta ayer.

Sonrío como un bobo mientras acaricio el móvil, vestido con su funda de gala. Me paro un momento a pensar, y soy consciente de que el dolor de cabeza que tenía anoche, y que cuando aparece suele acompañarme durante varios días, ha desaparecido. «Hoy va a ser un gran día», pienso.

Bajo a desayunar, y mis padres me reciben sorprendidos. «Hoy no se te han pegado las sábanas», dice mi madre, mientras mi padre dobla el periódico y lo deja sobre la mesa. «Es más, se te ve bastante espabilado. Hasta contento, diría yo». Me encojo de hombros y doy buena cuenta de los cereales y los huevos revueltos. Cuando acabo me pongo la mochila. «Hoy llegaré tarde a casa», digo. «Los chicos y yo tenemos partido de baloncesto». Mis padres, tomados de la mano, me desean suerte al unísono, después se miran y se echan a reír. Son de esas parejas que, aunque lleven años casadas, aún se quieren como el primer día. Normalmente sus muestras de afecto me avergüenzan, pero hoy me parecen casi enternecedoras, y no puedo evitar pensar si Susan y yo algún día estaremos en su misma situación.

Salgo de casa y subo al autobús del instituto, que ya está esperando en la puerta. Avanzo por el pasillo y me siento en mi sitio habitual, casi al fondo, junto a la ventanilla. Hoy hace un día espléndido. El sol produce unos cambiantes reflejos al atravesar el cristal, y me recuerda a los dibujos que hacía sobre el cabello húmedo de Susan, en mi sueño. Una voz me saca de mi ensoñación, preguntándome si está libre el asiento. Alzo la vista y me encuentro con ella, con el pelo recogido en una coleta, tal y cómo la estaba imaginando hace un instante. Continúa mirándome, y ante mi silencio apunta con el dedo hacia la mochila que descansa junto a mí, en el asiento que queda libre. «Disculpa, pero creo que este es el único asiento vacío». «Por supuesto, lo siento», digo, mientras quito apresurado la mochila. Susan se sienta y señala el móvil que descansa entre mis manos. Ni siquiera era consciente de que lo había sacado del bolsillo del pantalón. «Es bonita la funda», dice Susan. «Ya puede serlo, porque me ha costado un horror conseguirla», contesto. Susan se ríe, y creo que es el sonido más hermoso que haya oído jamás. Continuamos hablando el resto del trayecto. La conversación es fluida, casi como si nos conociéramos de toda la vida, y no puedo evitar asombrarme de cómo he vencido la timidez que siempre ha sido natural en mí. Cuando llegamos al instituto, Susan me acompaña hasta mi clase, y antes de dirigirse a la suya me pregunta si me apetecería hacer algo juntos un día de estos. «Quizá ir al lago a pasar la tarde, o al centro comercial». Mientras lo dice, un ligero rubor colorea sus mejillas, y siento que no podría ser más feliz. Asiento y ella se aleja, dejándome con una sonrisa que amenaza con desencajar mi mandíbula. Acaricio la funda rosa con flores de cerezo que protege mi móvil y lo guardo en el bolsillo.

En clase, el profesor Crawford nos entrega los exámenes de matemáticas de la semana pasada, ya corregidos. Cuando deja el mío sobre la mesa, me doy cuenta de que en la misma, en la esquina superior, descansa boca abajo mi teléfono móvil. No recuerdo haberlo sacado del bolsillo. El profesor Crawford lo observa un instante, con la mano aún sobre mi examen. «Bonita funda», dice. «Y buen examen, también. Enhorabuena». Levanta la mano, destapando el examen y veo que me ha puesto la nota más alta. Lo miro, asombrado, pero él ya está hablando con el siguiente alumno. Mientras mi mirada se posa alternativamente entre el examen y el móvil, recuerdo algo que me dijo el señor Balban, el anciano dueño de la modesta tienda donde el día anterior compré la funda. «Es un artículo precioso», me dijo. «Se ve a la legua que tienes buen gusto. Y yo adoro que a la gente con buen gusto le pasen cosas buenas». El resto de la conversación que tuve con él está oculta tras una neblina que no me permite recordar, pero creo que hablamos de cosas importantes. Siento una comezón en la nuca, como si se me estuviese escapando algo, pero encojo los hombros y hago por olvidarlo. Al fin y al cabo, este está siendo el mejor día de mi vida.

Cuando acaban las clases como algo rápido y me dirijo al pabellón donde mis amigos y yo vamos a jugar hoy. El baloncesto nunca se me ha dado especialmente bien, pero aun así me divierto. Hoy jugamos contra el equipo del instituto de la ciudad vecina, nuestros rivales más directos en la pequeña liga en la que participamos. Me cambio, dejo la bolsa de deporte junto a una de las sillas del banquillo que ocupamos y salgo a la cancha.

El encuentro resulta muy parejo, con el marcador alternando entre uno y otro equipo. Cuando solo faltan diez segundos de partido, nuestros rivales van ganando por dos puntos. Tom, mi compañero y amigo, roba el balón y me lo pasa cuando me encuentro justo por detrás de la línea de triple. Por un momento no sé qué hacer. No he encestado un tiro de tres en toda mi vida. Miro al banquillo, buscando ayuda del resto de mis compañeros, y veo que sobre la silla junto a la que está mi bolsa descansa mi teléfono móvil. El rosa de la funda destaca sobre el frío metal, y una vez más vuelvo a preguntarme cómo demonios ha llegado hasta allí. Los gritos de mis compañeros me devuelven a la realidad, y veo en el marcador que solo quedan dos segundos. Sin pensarlo, lanzo el balón con todas mis fuerzas mientras espero no hacer demasiado el ridículo. Jamás antes he llegado siquiera a la canasta con un lanzamiento tan lejano. Pero el tiro entra limpiamente por el aro, y nuestro marcador sube tres puntos justo cuando suena la bocina que señala el final del partido. Hemos ganado por un punto, y ha sido gracias a mí.

Después de la celebración en el vestuario nos vamos a tomar unas pizzas. Normalmente lo hacemos para digerir mejor la derrota, pero esta vez tienen un sabor como no habían tenido nunca antes. Mis compañeros no han dejado de gritar, celebrando, y Tom dice que hoy he sido el alma del equipo. «Alma», pienso, y en ese momento estoy seguro de que esa palabra es importante. Creo que es algo relacionado con el señor Balban. Algo que me dijo el día anterior, en su tienda, pero no acabo de estar seguro. Es frustrante no poder recordarlo. Pero no importa. Está siendo un día glorioso, y por algún motivo, aunque parezca ilógico, estoy seguro de que todo es gracias a la funda rosa.

Camino a casa, aún borracho de éxito. El sol ya ha caído, y rememoro todas las cosas buenas que han pasado hoy: el encuentro con Susan, que acabó con la promesa de una cita; el sobresaliente que obtuve en el examen de matemáticas, y ahora la victoria en el partido, en el último segundo, y gracias a mí. Es como si toda la suerte del mundo se hubiese puesto de mi parte. «Pero la suerte no es algo que se obtenga sin dar nada a cambio, hijo». La voz del señor Balban resuena de repente en mi cabeza. Estoy casi seguro de que pronunció esa frase ayer, justo antes de venderme la funda. Espera, ¿venderme? ¿Acaso llegué a pagar algo por ella? No lo recuerdo, pero algo nuevo me viene a la cabeza mientras enfilo la calle donde vivo. En el interior de la tienda olía raro, como a huevos podridos. No sé por qué, pero en ese momento me pareció algo normal.

Abro la portezuela que da al patio, y me dirijo por el sendero que lleva a la entrada principal, pero algo tira de mi cabeza, obligándome a mirar a la derecha. Me detengo, y observo con la cabeza ladeada el cobertizo donde mi padre guarda las herramientas para el cuidado del jardín. Un destello de comprensión atraviesa mi cerebro. Ahora lo recuerdo todo.

La puerta del cobertizo está abierta. Mi padre lleva demasiado tiempo diciendo que comprará un candado nuevo para sustituir el antiguo, ya oxidado por los años a la intemperie. Tiro del cordel que pende del techo y una solitaria bombilla ilumina el pequeño espacio. Localizo lo que estaba buscando en una esquina, lo tomo y salgo de allí. Mientras introduzco la llave en la cerradura de la puerta de casa pienso que el señor Balban tenía razón: la suerte no es algo que se pueda obtener sin dar nada a cambio. Él me vendió un poco de buena suerte en forma de una funda rosa decorada con unas preciosas flores de cerezo, y a cambio solo me pidió un pequeño favor. Una nimiedad si lo comparo con todas las cosas buenas que me han pasado hoy. La cabeza del hacha produce un escalofriante chirrido al resbalar por el suelo del pasillo. Llego al pie de la escalera que conduce a los cuartos del piso superior. Todas las luces están apagadas, mis padres ya deben estar durmiendo. «Dos almas, hijo», vuelvo a escuchar en mi cabeza, casi como si el señor Balban estuviese allí. «Tan solo quiero dos almas a cambio». El recuerdo del sonido de su risa tras pronunciar esa frase me pone los pelos de punta, y un escalofrío me recorre la espalda. Por un momento tengo la horrible sensación de que he sido engañado, pero solo dura un segundo. Comienzo a subir las escaleras despacio, un escalón cada vez. El hacha hace un ruido sordo al golpear la moqueta que cubre los peldaños con cada uno de mis pasos. Ya estoy arriba. Acaricio el móvil que descansa en mi bolsillo. El tacto gomoso de la funda rosa me tranquiliza. Agarro el picaporte de la puerta donde descansan mis padres y sonrío.

Joder, realmente ha sido un día maravilloso.


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Nada

Cuando la humanidad despertó aquel día, el Sol no apareció en el horizonte.

Durante los primeros minutos nadie le dio demasiada importancia. Todos estaban muy ocupados preparándose para sus trabajos y sus vidas, pero las horas pasaban y el cielo no se iluminaba. Entonces comenzaron a preocuparse. La gente miraba sus relojes y los agitaban junto a su oído, pensando si acaso estarían estropeados, pero el Sol continuaba sin salir.

Científicos de todo el mundo estudiaron el fenómeno, y cuando obtuvieron las imágenes de los satélites que circundaban la Tierra advirtieron con estupor que el Sol había desaparecido. No había rastro de él por ninguna parte. Se registró hasta el último rincón del sistema solar recurriendo a los telescopios más potentes, pero el resultado siempre fue el mismo.

El Sol, sencillamente, se había esfumado.

Los primeros signos de la falta de luz y calor fueron visibles muy pronto. Las personas estaban más irritables. Los animales comenzaron a alterar su comportamiento, y las cosechas se resintieron. En los países más septentrionales la gente que no tenía recursos comenzó a morir de frío.

Pero la humanidad era fuerte, y luchó por sobreponerse a la adversidad. Las mentes más brillantes del planeta colaboraron entre sí para tratar de revertir la situación. Se dejaron a un lado las diferencias, las guerras y conflictos se olvidaron. En solo unos meses crearon un ingenio nuclear capaz de emular al Sol mediante una batería atómica de larga duración. Lo llamaron Sol-1. El lanzamiento, coordinado entre varios países, fue un éxito. Cuando el artefacto alcanzó una órbita estable alrededor de la Tierra entró en funcionamiento, y comenzó a proporcionar luz y calor a los seres humanos, creando un ciclo similar al del Sol. La humanidad lo había conseguido.

Una semana después, la Luna desapareció del cielo.

Después de la experiencia anterior los científicos ya no intentaron averiguar lo que ocurría. No había tiempo. Las mareas, privada la Tierra también de la gravedad del Sol, desaparecieron, y con ellas el transporte de nutrientes y microorganismos del que dependían las formas de vida marinas. Sin la Luna actuando como estabilizador, la Tierra comenzó a inclinarse perezosamente sobre su eje, lo que acabaría teniendo resultados catastróficos.

Pero la humanidad, una vez más, respondió con determinación. Habían superado la desaparición del Sol, y sin duda también lo harían con la de la Luna. En distintas factorías del planeta comenzaron a construirse módulos independientes, que al unirse formarían un satélite artificial que generase una atracción gravitatoria equivalente a la de la vieja Luna. Las distintas partes se construyeron en tiempo récord, y fueron enviadas al espacio por separado. Allí, un equipo de astronautas de varias naciones ensamblaron Luna-1. El proceso fue un éxito, y una vez que el nuevo satélite comenzó a orbitar alrededor de la Tierra, en perfecta sincronía con Sol-1, la situación en el planeta volvió a estabilizarse.

El tiempo transcurrió, y los humanos olvidaron lo que había ocurrido. Tenían un nuevo Sol y una nueva Luna que les permitían seguir con sus apacibles vidas. Pero la ciencia, una vez superada la crisis, continuó buscando respuestas. Se utilizaron los telescopios más avanzados de la Tierra para otear el espacio exterior, y los científicos observaron con pasmo que se estaba empezando a encoger. A encoger no, pensaron después. A desaparecer. Las constelaciones se esfumaban una tras otra, dejando solo un espacio negro en su lugar. Los planetas, las estrellas y los cometas eran reemplazados por la oscuridad.

Cuando se hizo público el descubrimiento la humanidad entró en pánico. Habían superado la desaparición del Sol y la Luna, pero esto era demasiado. El extraño fenómeno alcanzó el borde del sistema solar. Plutón, Neptuno y Urano dejaron de existir de un día para otro. El resto de los compañeros de la Tierra durante eones siguió pronto su camino. Solo quedó la Tierra, esta vez sí en el centro del universo. Cuando desaparecieron los satélites de comunicaciones estalló el caos. La gente comenzó a reunirse en grupos aleatorios, buscando compañía y refugio ante el incierto desenlace que se abría ante ellos. Luna-1 fue engullida por la oscuridad, seguida por Sol-1, lo que dejó al planeta sumido en una opresiva oscuridad. La Estación Espacial Internacional se evaporó, llevándose consigo las primeras vidas humanas que el extraño fenómeno se cobraba. En la esfera azul que había sido hogar de la humanidad durante tanto tiempo ahora se guardaba un silencio expectante. Todos miraban al cielo, pensando qué habrían hecho mal, en qué se habrían equivocado. Rezando por tener otra oportunidad para hacer las cosas de otra manera, para tratar al planeta como el hogar que siempre fue.

Y entonces desapareció la Tierra, y solo quedó la nada más absoluta.


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Rose

Rose vigilaba la entrada del supermercado con atención. Llevaba allí varios minutos y todo parecía estar en calma, pero aún no se decidía.

Había dejado a su hijo escondido detrás de uno de los coches que bloqueaban la calle desde hacía unos días, llorando y hambriento. Ella misma también deseaba más que nada echarse algo a la boca. ¿Cuándo era la última vez que habían comido? Ya ni lo recordaba. Desde que había estallado la guerra la humanidad casi se había exterminado entre sí, y los pocos supervivientes que quedaban luchaban con desesperación por los últimos víveres.

Con paso rápido avanzó hacia la puerta. El cartel que había sobre ella rezaba «The Fresh Market». Rose recordaba haber estado allí antes, en lo que ahora le parecía otra vida, pero jamás se había atrevido a pasar. Ahora, con su hijo dependiendo solo de ella, no le quedaba otra alternativa.

La tienda había sido saqueada, como todos los sitios que había comprobado hasta ahora. En los lineales apenas quedaban unos pocos artículos, pero no había entre ellos nada comestible. Rose recorrió los pasillos dos veces, maldiciendo su suerte. Desde allí podía oír el llanto quejumbroso de su hijo. Le partía el corazón. Se disponía a salir de la tienda cuando reparó en una puerta metálica entreabierta, escondida detrás de un cartel que anunciaba unas ofertas que nadie volvería a comprar.

Dentro estaba oscuro, pero al cruzar el umbral unos halógenos se encendieron. Rose se sorprendió. El suministro eléctrico se había suspendido hacía ya una semana, así que supuso que en la tienda habría un generador de gasolina para prevenir los apagones. Se encontraba en una cámara frigorífica. Estaba vacía, a excepción de un pedazo de lo que parecía carne de ternera sobre una mesa, al fondo de la sala. Rose comenzó a salivar. No entendía cómo era posible que nadie lo hubiese encontrado hasta ahora. Olió la carne, recelosa. Parecía en buen estado. La cogió y salió de allí a toda prisa.

Al volver a pisar la calle respiró con alivio. Nunca le habían gustado los lugares cerrados. Localizó a su hijo y dejó la carne frente a él. Su hijo (no tenía nombre, su dueño había muerto antes de ponérselo) comenzó a lamer la carne con fruición. Rose esperó paciente a que se saciase. Miró alrededor, al maravilloso mundo que los humanos se habían encargado de destruir, y los maldijo. A ellos y a sus estúpidas guerras.

Después aulló al cielo y comenzó a comer.


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